Jornada preparatoria de las XXIII JORNADAS NACIONALES DE DERECHO CIVIL

EL 1º de Septiembre se realizó en la Sede del Colegio la Jornada preparatoria de las XXIII Jornadas Nacionales de Derecho Civil


Exposición del Dr. Atilio Aníbal Alterini



Principio de prevención y de precaución. En estos años nos cambiaron el mundo jurídico. Cuando inicié mi carrera como docente había que leer autores que casi no mencionaban a la Constitución, salvo en casos vinculados con derecho de propiedad, pero no era el eje del discurso, y estaba implícito como que el Código Civil era “el Derecho”. Es más, cuando mencionaban al Código Civil lo mencionaban como “el Código”, y ahí terminaba todo. Desde 1994 esto ha tenido un cambio fundamental; esta reforma, con el artículo 75 inc. 22 que asigna jerarquía constitucional a los tratados de Derechos Humanos, incorporó el principio pro homine, es decir el principio a favor de la persona humana, que surge de varios textos que les propongo ver antes que todo: la Declaración Universal de Derechos Humanos, que reafirma la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana; la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que refiere en el Preámbulo el propósito de consolidar un régimen de libertad personal y de justicia social fundado en el respeto de los derechos esenciales del hombre; el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; el Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales.

Entre ellos son relevantes los derechos a la vida, a la libertad y a la integridad física, psíquica y moral, al goce de condiciones de trabajo equitativas y satisfactorias, a la protección de la honra, la reputación, la vida privada y la salud, así como la libertad de expresión (Declaración Universal de Derechos Humanos, Convención Americana sobre Derechos Humanos, Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, Pacto internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos).
Estos derechos tienen una energía muy particular, porque están regidos por la legislación sea internacional o nacional, que asigna mayor alcance a su protección. Tal resulta de la Convención Americana, del Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales, de la Convención sobre eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer, de la Convención sobre los Derechos del Niño, de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles. En materia de Derechos del Niño tenemos la Convención y la Ley: allí donde la convención proteja más que la Ley, se aplica la convención; alli donde la ley proteja más que la convención, se aplica la ley.

Dentro del principio protectorio, cubriéndolo, está el principio de prevención. Se trata de que existe un riesgo cierto y un daño dudoso, y entonces rige el principio de prevención, que tiene vieja alcurnia, ya que en el siglo XVII a. de C. fue incorporado al Código de Hammurabi, que tenía dos artículos pertinentes. El 53 decía: “Si uno, negligente en reforzar su dique, no lo ha fortificado y se produce una brecha en él, y la zona se ha inundado, éste restituirá el trigo que se haya destruido.” Pero el 54 era durísimo: “Si no puede restituir el trigo, se venderán su persona y su patrimonio por dinero, y las personas de la zona a las que el agua llevó el trigo, se lo repartirán.” Por cierto, el principio de prevención juega hoy en términos mucho menos severos que los de aquel código.

La prevención tiene un sentido profundamente humanista, porque mientras el derecho de la responsabilidad clásico se ocupaba de reparar los daños ex post –los daños a la viuda, al cojo, al ciego–, el principio de prevención procura que no haya viudas, ni cojos, ni ciegos, porque evita el accidente que es causa de tales daños. Pero además es económicamente eficiente. Tomemos por caso la circulación de vehículos: disminuir la velocidad es útil, porque si de la circulación resultan daños personales, aumentan los costos sociales al utilizarse más los hospitales públicos, al requerirse mayor actividad del servicio de policía y del servicio de administración de justicia. De modo que aquí coincide la idea de maximizar la utilidad con la idea ética, con el sentido humanista del derecho.

A propósito de tránsito, la prevención está clarísima en la Ley 24449, porque contiene reglas relativas a la circulación y al estacionamiento, a la seguridad de los vehículos, a los cinturones de seguridad, a los cabezales y a los cascos, a la ubicación de los menores de 12 años en el asiento trasero, a la preservación del ambiente, etc. Todas disposiciones que tratan de prevenir la existencia de un daño.

Como dice Yves Chartier, se trata del restablecimiento del adversario a la situación que era suya antes de que el golpe de fuerza haya sido perpetrado. Santos Brice señala que los daños deben ser evitados, tanto deriven de actos lícitos como de infracciones contractuales. De Cupis señala que a través de medidas tendientes a impedir la realización posible del daño, actúa el principio de prevención. Por su parte Aguiar tiene una frase que me parece magnífica: “Si la justicia debiera permanecer impasible ante la inminencia de un daño o de su agravación, ello importaría tanto como crear el derecho de perjudicar”. Ningún intérprete razonable puede aceptar que haya tal derecho.

Fue antológico el fallo del 8 de agosto de 1988 de la Sala III de la Cámara Federal de La Plata, que siempre he mencionado como un punto de partida para la preponderancia del principio de prevención. Una niña de 13 años cayó en un depósito artificial de aguas, producido por excavaciones en la vía pública, y se ahogó. La Cámara ordenó que la Municipalidad colocara una cerca protectora allí, que pusiera carteles de advertencia de peligro, y que mantuviera una vigilancia permanente durante las horas diurnas. Nada de esto fue una demanda particular, los padres de la víctima lo que reclamaron fue una indemnización por la pérdida de la vida de su hija. El tribunal se la concedió pero además, para evitar que hubiera otras víctimas, tomó estas atinadas medidas de prevención.

Los modernos proyectos de reforma al Código Civil incorporan este principio. El de 1993 dice que “los jueces podrán disponer medidas tendientes a evitar la producción de daños futuros…”. Tanto el proyecto de Código Único, como el proyecto de Código de la Cámara de Diputados del 93, como también el proyecto del Ejecutivo del 93, previeron la facultad judicial de evitar los efectos del acto abusivo, otro perfil de la prevención.
Me tocó trabajar en el proyecto del 98, junto con otros cinco colegas, y tengo la enorme satisfacción de decir que la comisión integrada por los Dres. Lorenzetti, Highton de Nolasco y Kemelmajer de Carlucci, designada por Decreto 191/11, para redactar un nuevo Código Civil unificado con el Código de Comercio, ha difundido su decisión de tomar como base aquel proyecto nuestro del 98. Es una idea inteligente, no porque el proyecto sea bueno, sino porque ya está hecho, hay un borrador, elogiado y criticado, para bien o para mal. De modo que se puede trabajar sobre él y se evita la tarea de hacer todo de nuevo. Este proyecto decía, en dos artículos, lo siguiente: “Artículo 1576: Toda persona tiene el deber en cuanto dependa de ella, de evitar causar un daño no justificado, de adoptar de buena fe y conforme a las circunstancias las medidas razonables para evitar que se produzca un daño o para disminuir su magnitud”, y el tercer deber de “no agravar el daño si ya se ha producido”.

El artículo 1577 señalaba: “El tribunal tiene atribuciones para disponer, conforme a las circunstancias, medidas tendientes a evitar la producción de daño futuro.” Acá está el principio de prevención claramente expuesto; ojalá la Comisión Lorenzetti lo mantenga con el texto que sea, pero con el concepto señalado.

Últimamente ha aparecido otro principio, el de precaución, o como lo llaman muchas veces los españoles, de cautela. Mientras en el principio de prevención el riesgo es cierto y el daño dudoso, en el principio de precaución el riesgo es dudoso, no se sabe si se va a producir o no. En el año 1854 un médico inglés, John Snow, recomendó retirar las manijas de las bombas de agua en Londres, para detener una epidemia de cólera. Las evidencias de la relación causal entre la propagación del cólera y el contacto con las bombas de agua eran débiles, de ninguna manera había alguna prueba irrefutable sobre esa relación. Sin embargo la medida resultó sencilla, barata y muy eficaz para evitar el contagio, y disminuyeron los índices del cólera en Londres.
Este principio de precaución aparece, de alguna manera, en la Declaración de la Asociación Médica Mundial, Helsinki 1994, en cuanto prevé con relación a la investigación biomédica no terapéutica en seres humanos, que en el tratamiento de la persona enferma el médico debe tener la libertad de usar un nuevo método de diagnóstico y terapéutico “si a su juicio ofrece la esperanza de salvar una vida, restablecer la salud o aliviar el sufrimiento … y que los peligros posibles, los beneficios posibles, las molestias posibles de un nuevo método deben compararse con las ventajas de los mejores métodos de diagnóstico y terapéuticos disponibles.”
Pero el principio de precaución tiene antecedentes más directos. En 1972 la Conferencia de Estocolmo sobre Medio Ambiente, y en 1987 la Segunda Conferencia Internacional sobre Protección del Mar del Norte en Londres, que dijo esto: “Para proteger al Mar del Norte de los efectos de las sustancias más peligrosas susceptibles de causar daño, es necesaria una actitud de precaución, que puede exigir medidas para limitar los efectos de dichas sustancias, aún antes de que se haya probado una relación de causa-efecto en base a pruebas científicas indudables.”
La Declaración de Río sobre Medio Ambiente y Desarrollo, de la ECO 92, dijo algo parecido: “Con el fin de proteger el medio ambiente, los estados deberán aplicar ampliamente el principio de precaución, conforme a sus capacidades. Cuando haya peligro de daño grave e irreversible, la falta de certeza científica absoluta no deberá utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas eficaces en función de los costos, para impedir la degradación del medio ambiente”. Es decir, requiere que ante la probabilidad de que una hipótesis de daño sea exacta –no ante la certeza razonable que da la relación de causalidad-, se comparen desde distintos enfoques –incluido el de los costos económicos y sociales- las consecuencias de actuar para evitarlo, con las consecuencias de no hacerlo.

En Europa, el Tratado de Maastricht de 1992, reiterado por el Tratado de Amsterdam de 1997, señaló que la política de la Comunidad en cuanto a medio ambiente, “tendrá como objetivo alcanzar un nivel de protección elevado”, e incorporó el principio de precaución. Hay dos casos del Tribunal de Justicia Europeo que quiero señalar, relativos al recordado mal de la “vaca loca”: National Farmers y Reino Unido c/Comisión, ambos de marzo de 1998. Había una decisión de la Comisión Europea, del año 1996, en la crisis de esta encefalopatía esponjiforme bovina, en función de la cual se prohibió al Reino Unido expedir productos animales de la especie bovina, sacrificados allí, destinados a usos médico, cosmético o farmacéutico. Dijo la Comisión que debe admitirse que cuando subsisten dudas sobre la existencia o el alcance de riesgos para la salud de las personas, las instituciones pueden adoptar medidas de protección, sin tener que esperar a que se demuestre plenamente la realidad y gravedad de tales riesgos. Este es el principio de precaución, extendido del medio ambiente (que fue su origen) al ámbito de daños a la persona; es otro de sus ámbitos de aplicación.

El 28 de febrero de 2002 la Cámara Social de la Corte de Casación, en el caso de un obrero francés que sufría una enfermedad profesional derivada del asbesto, condenó a su empleador a una indemnización suplementaria, porque debió haber tenido –dijo– conciencia del peligro y no tomó las medidas necesarias para preservar a su asalariado; “el peligro”, no siquiera la razonable probabilidad del daño.

Todos sabemos que los Estados Unidos no firmaron el Protocolo de Kyoto de 1997, sobre limitación y reducción de gases con efecto invernadero, que resultó de la Convención de las Naciones Unidas de 1992 sobre cambios climáticos. En dicha Convención se estableció que los países deberían disminuir en ciertos porcentajes –caso por caso– los niveles de contaminación de 1990, y tenían plazo hasta ahora, año 2012, para hacerlo. Estados Unidos es el mayor contaminador del mundo por los gases que provocan el efecto invernadero, pero no firmó esta Convención, no se obligó.
Sin embargo, la Corte Suprema de los Estados Unidos fue mucho más humanista que el gobierno federal, y advirtió los significativos daños que se han producido en el ecosistema. Señaló “el retiro de los hielos de las montañas, la reducción de la profundidad de las capas de nieve, el anticipado derretimiento de primavera de ríos y lagos, y el ritmo acelerado de crecimiento del nivel del mar durante el siglo XX con relación a los últimos 1.000 años, ….”. Y en la sentencia del 2 de abril de 2007 en la causa Massachusetts c/Agencia de Protección Ambiental (EPA), decidió que esta Agencia tiene el deber de actuar para reducir la emisión de dióxido de carbono por los nuevos motores de vehículos, por lo cual no puede rehusarse a fijar cuáles son los niveles tolerables de tal emisión”. La Corte estadounidense, pese a la política de estado permisiva, adoptó otra política, que es la política humanista del principio de precaución. Este principio está enunciado en artículo 4 de nuestra Ley 25675 de Política Nacional Ambiental.

Intervención del Dr. Rubén Compagnucci de Caso



Estoy agradecido al Dr. Borda por su invitación para hablar aquí en el Colegio de Abogados, al cual hacía unos cuantos años que no venía; siempre es muy grato acudir y comunicarme con los colegas.

Me toca exponer sobre la transacción, que ha sido elegido para las Jornadas de Derecho Civil como el tema de obligaciones. Yo celebro la elección, porque se trata de esos temas que aparecen un poco ocultos, sin mucha trascendencia en cuanto a la literatura jurídica. Salvo en las obras generales no ha concitado mucho la atención por lo menos entre nosotros, sí en el extranjero. En el derecho comparado hay muy buenas obras al respecto.

La transacción pienso que en esas Jornadas será el objeto del debate y traerá algunos puntos de conflicto. Por supuesto que no me voy a referir a todo el tema, no tendría sentido hablar de la capacidad para transar o de la legitimación de los representantes para realizar las transacciones, ni de la nulidad de las transacciones. Vélez Sarsfield le dedicó muchos artículos, desde el 832 al 861 le dedica 4 capítulos en el Título 19 entre los medios de extinción de las obligaciones. En el artículo 724 pone en cuarto lugar a la transacción como uno de los medios de extinción. No era el método tradicional ni el método de su época, al contrario, el Código Francés ubicaba a la transacción como un contrato. En cambio Vélez en alguna medida justifica la crítica al método del Código Francés: en la nota al Libro Segundo hace una extensa crítica a la metodología de ese Código, y pone a la transacción como un medio de extinción de las obligaciones. A mi juicio Vélez define bastante bien la figura, cuando dice que es una convención bilateral por la cual las partes, haciéndose concesiones recíprocas, extinguen obligaciones litigiosas o dudosas. Podríamos decir que de esa definición que da el codificador, se pueden extraer perfectamente los requisitos o elementos necesarios de la transacción.

El Código Francés había sido más sintético, dijo que la transacción es un contrato para prevenir un litigio o concluir con una litis ya iniciada. Eso fue demasiado escueto o preciso, y hasta el derecho español dice que los franceses se atuvieron más a la forma que al contenido, mientras que el Código Español, posterior al argentino y muy posterior al francés, agrega que esta prevención de la litis o conclusión de la litis, es para eliminar alguna situación dudosa y además que para ellos se llega a acuerdos o concesiones recíprocos. Un poco lo de Vélez, un poco lo que corresponde a nuestra legislación.

No dudo que como materia de controversia que puede ser tratada en las Jornadas, está la naturaleza de la transacción. Entre nosotros eso se viene debatiendo y la doctrina está bastante dividida, en cuanto a si la transacción es un contrato -al estilo de los códigos español, francés, italiano, portugués, etc., la mayoría de los códigos, el alemán inclusive-, o si es una convención bilateral. Creo que el problema no está en la transacción en sí misma, sino en el concepto del contrato. Si se entiende que el contrato es sólo fuente que da nacimiento a obligaciones, por supuesto que la transacción no puede estar allí, porque la transacción –como el mismo codificador lo indica y nadie lo discute– es un medio de extinción. Con la transacción se termina la obligación, concluye. Nacerán otras obligaciones, es muy posible, pero esa obligación originaria termina, y como el contrato es fuente y nacimiento de obligaciones, habría una especie de contradicción.

Por eso gran parte de nuestra doctrina sostuvo que es una convención bilateral; hay muchos autores con tal posición. El resto consideramos que es un contrato, porque el contrato no tiene esa sola función limitada de hacer nacer obligaciones, es mucho más amplio. El Código Italiano lo define como un medio, no sólo de hacer nacer obligaciones, sino también de transmitirlas, de extinguirlas, etcétera.

Por eso me parece que más que un debate sobre la propia naturaleza de la transacción, debe ser una discusión acerca de los alcances del concepto o del contenido del vocablo contrato. Todo eso puede ser un tema objeto de una controversia.

Decíamos que en la definición de transacción, el codificador establecía estos elementos. Entonces nosotros hemos visto en general que la transacción tiene como requisito el acuerdo, en lo cual se asimila al contrato. El mismo codificador en el artículo 833 va a decir que todas las normas sobre los contratos: la capacidad, las formas, la nulidad, etc., se van a aplicar a las transacciones. Así que el mismo Vélez está reconociendo el parentesco inmediato entre la transacción y el contrato. La transacción exige tres requisitos, el acuerdo está ínsito, pero además reclama que existan concesiones recíprocas, y suma a ello que se extingan obligaciones litigiosas o dudosas.

El primer problema es el de las concesiones recíprocas. Tan es así que Carnelutti escribió un trabajo muy difundido que se tituló precisamente “¿Es la transacción un contrato?”, un artículo que traía ya el interrogante en sí mismo. Él decía que en la transacción no podía haber contrato, porque en éste las voluntades resultan homogéneas, apuntan a un mismo objetivo, mientras que en la transacción cada uno quiere rescatar algo. En ella hay una especie de oposición, hay heterogeneidad de objetivos. Al margen de esa distinción, lo cierto es que resultan necesarias las concesiones recíprocas, que son “renuncia y reconocimiento”, como sostienen los autores italianos. En la transacción siempre deben estar estos dos elementos, alguien debe renunciar y recibir un reconocimiento de su derecho, y como contrapartida reconocer el derecho de la otra parte, que renunciará a algo.

La jurisprudencia ha sido muy clara en esto, ha dicho que si alguien se presenta en un pleito y dice que acepta los reclamos del actor, no hay transacción sino que hay allanamiento. O si se realiza un acuerdo antes de ser notificada la demanda, tampoco hay transacción, todavía no hay litis pendiente. O cuando se le permite a alguien pagar en cuotas, eso será un acuerdo, una conciliación, pero no transacción. Quiere decir que en la medida en que no se brinde este reconocimiento de derechos y de la pérdida de algún tipo de derechos, y como contrapartida ocurra lo mismo en la otra parte, la transacción no aparece.

Porque esta cuestión se une estrictamente a la tercera, que es la cosa dudosa en la transacción. Ya los romanos establecían que en la transacción era necesaria la existencia de la llamada res dubia, cosa dudosa; porque si no hay duda no puede haber transacción. El codificador sabiamente dice: “si alguien presenta una transacción en juicio que tiene una sentencia, la transacción es nula, porque hay sentencia. Y la sentencia definitiva elimina la duda, la transacción exige la duda”. El problema a veces ha sido determinar el alcance, contenido y concepto de lo que significa la duda en la transacción.

Orgaz, con la autoridad que siempre le reconocemos, decía que lo más difícil para el hombre de derecho es ubicar los hechos en la norma. La cuestión más compleja para el juez, para el abogado, para el jurista, es conseguir que los hechos que tiene a mano puedan ponerse dentro de alguna norma jurídica. Ese problema de la ubicación de los hechos en el derecho, es lo que origina a veces la duda, la duda común. La duda en la existencia de la norma que corresponda a una situación jurídica determinada. Porque a veces la ley no existe, o porque no tenemos el contenido y el alcance de la propia ley, o porque echamos mano de una ley que no es la que corresponde al caso. Ahora bien, el problema en este caso concreto es establecer cómo hacemos para ubicar la duda en la transacción.

Algunos autores han sostenido -la exégesis francesa lo tenía muy claro- que hay que procurar ver qué pasa con el hombre común, la duda que puede tener ese hombre; no la tiene un sabio, no la tiene un gran jurista, pero la tiene el hombre corriente. Esa duda objetiva, la duda de ubicación de la ley. Esta tesis, que es atractiva por supuesto, no ha tenido gran acogida ni en la jurisprudencia ni en la doctrina. Se ha dicho que la duda no tiene este grado de amplitud. Incluso algunos autores han dicho que esa duda no existe. Carnelutti mismo decía que la ley ahí está, existe o no existe, no podemos decir que tenemos duda.

Esa impugnación da como resultado que lo que se recepte mejor es la llamada duda subjetiva, es decir, el interrogante de las propias partes que intervienen en el litigio. No ni la del juez ni la de aquel que conoce muy bien el derecho, sino el interrogante propio de las partes, que no saben bien si tienen derecho al reclamo, no saben si en su defensa tienen derecho a rechazar la demanda que le están haciendo; ésa es la duda. Y si se presenta esa duda, la transacción tendrá efectos y valdrá, de otro modo no. El problema que se ha planteado es si esa llamada res dubia corresponde a todo tipo de transacción que se da como consecuencia de un litigio, o solamente a la transacción extrajudicial. Es decir, si el propio litigio subsume la duda intrínseca, y esa contienda judicial no necesita necesariamente una duda.

El tema tiene, además de la raíz dogmática o de estudio, una cuestión práctica que ya plantearon algunos procesalistas italianos. Es el problema entre la litis temeraria y la cosa dudosa. Cuando hay una litis temeraria el demandado, ante esa amenaza muy costosa puede llegar a una transacción, por la duda que puede albergar de tener que afrontar una demanda de semejante orden. Después llega a conocer que no era cierto todo eso, que fue un espectro, una temeridad de la otra parte, una mala fe, o aun el dolo. ¿Puede dejar sin efecto la transacción? Aquí están divididas las opiniones de la doctrina. A mí me pareció hace unos cuantos años que sí, en 1976 en un artículo que publiqué en El Derecho, donde sostenía –siguiendo a otros autores, por supuesto– que si se demostraba la temeridad, el dolo, la malicia de la otra parte podía permitirse la nulidad de la transacción. Porque evidentemente había desaparecido la cosa dudosa en la contienda. Pero en fin, el tema está ahí planteado, y bien puede ser otra de las cuestiones a debatir en el Congreso.

Otro asunto vinculado a esto ha sido la aplicación de la teoría de la lesión subjetiva en las transacciones. Nuestro Código, en el artículo 954, prevé la posibilidad de resolver un contrato ante la desproporción en las prestaciones y la explotación de la necesidad, ligereza o inexperiencia de la otra parte. Ha ocurrido en muchas oportunidades que se realizan transacciones entre víctimas y compañías de seguros, entre víctimas y causantes de los daños, que quizás no se correspondan con la realidad del daño, pero se hace la transacción. Después se reclama, aplicando la tesis de la lesión, diciendo que se había explotado la inexperiencia o la necesidad, y pidiendo la nulidad de la transacción.

Muchos fallos han recogido ese reclamo. Sin embargo, si analizamos bien el concepto de transacción, eso no es posible. Primero, porque habría que pensar en la inexistencia de cosa dudosa. Porque si la transacción responde verdaderamente a una cosa dudosa, ninguna de las partes tiene certeza de la verosimilitud y virtualidad de su daño o de su reclamo. Por lo tanto, si se da la transacción no se puede nunca anular por la lesión. Y no es que lo diga yo aquí, lo dice la mayoría de la doctrina española y francesa, que han sostenido que transacción y lesión se dan de bruces, no se pueden conciliar. Ustedes dirán que es una injusticia, que eso es rayano en proteger la mala fe. A la mala fe hay que atacarla por otras vías, será la vía del error, del dolo, o como señalan algunos autores mucho más esclarecidos, el objeto de los negocios o de los actos jurídicos cuando se lo viola o se lo consuma en un estado de ilicitud o de abuso. Pero transacción y lesión, a mi juicio, resultan incompatibles.

Intervención del Dr. Guillermo Mizraji



Quiero agradecerles a Alejandro y a la gente de la Comisión de Derecho Civil que me invitaron a dar esta charla, porque en realidad yo estoy en la Comisión de Derecho Comercial, bregando ahí por el moderno derecho de los negocios.
Pero indudablemente, el tema que me han encargado es uno que tiene muchos ribetes mercantiles. Se trata ni más ni menos que de la rescisión unilateral en los contratos de duración. En el proyecto que estamos haciendo con el grupo de trabajo para el Congreso, hemos trazado una suerte de puntos a desarrollar que no sé si los trataremos a todos hoy. Pero en primer lugar vamos a decir algo sobre los contratos de duración como tales y su relación con los denominados contratos de distribución comercial. Dentro de los contratos de duración, fundamentalmente vamos a encontrar contratos de colaboración empresaria, y dentro de ellos está toda la gama de contratos de distribución comercial.

Además, el problema en este tipo de contratos es que en el sistema argentino son todos atípicos, ninguno está regulado, y entonces debemos echar mano a lo que la jurisprudencia de nuestros tribunales, las decisiones arbitrales internacionales y la doctrina nos pueden aportar. Por otro lado está el tema de los medios extintivos, es decir, ya la Comisión toma partido por hablar de la rescisión unilateral, y desde mi punto de vista lo considero erróneo y voy a dar algún fundamento para decir por qué. La así llamada rescisión unilateral es un concepto extintivo, pero no en el alcance unilateral que se le da en esta Comisión 4.

Y el último punto, sobre el que espero decir algo, es el de las consecuencias de la extinción de los contratos de distribución, sin olvidarme de un aspecto también importante: que dentro de los contratos de colaboración o de duración están también esa gama de contratos conformados por condiciones generales. Otro tema éste que tampoco está regulado en el derecho argentino pero que sí tiene mucha regulación en el derecho comparado. Me refiero por ejemplo a la Ley 7 española de 1998, mucho antes a la Ley Israelí de 1964 sobre contratos standard, y cada vez más hay países que están regulando esta modalidad. Nosotros de lege ferenda lo proponemos como a tenerse en cuenta en los proyectos futuros (creo que el proyecto del 98 lo trae y lo regula). Pero es un punto que está allí huérfano de solución.

Vamos a empezar por las figuras de la resolución, rescisión, revocación. ¿Por qué digo que la rescisión nace ya con cierta deficiencia? Porque entiendo que la rescisión no es unilateral; es un acuerdo, es un tipo de contrato para concluir una relación jurídica. Es, sin duda, un mutuo disenso, es un distracto. Y digo que nos trae todo esta situación de confusión, empezando por el artículo 1200 del Código Civil, que al decir que “las partes pueden, por mutuo consentimiento, extinguir las obligaciones creadas por los contratos”, al decir de Salvat y del profesor Gastaldi, allí decimos claramente de que en realidad estamos frente a la rescisión. Pero además se embarra más la cuestión en la segunda parte del artículo, porque pueden también por mutuo consentimiento revocar los contratos “por las causas que la Ley autoriza”. Una suerte de mezcolanza, porque en definitiva si bien la revocación en su esencia es la conclusión de un contrato por una disposición de la ley, lo que sí tenemos que aceptar es que es un acto unilateral.

Pero no es esta la única norma que me trajo dudas. Tenemos en el Código, por ejemplo, algunas normas en materia de locación de obra. El artículo 1638 y 1639, no hablan expresamente de rescisión, pero admiten desistir de la ejecución de la obra, y el 1639 dice que puede resolverse por una y otra parte. La doctrina ha entendido esto como situaciones de rescisión. En materia de sociedades civiles, el artículo 1767 considera el caso de rescisión unilateral. En materia de depósito, el artículo 2226, inciso 1º de la cesación del depósito, el depósito se acaba por tiempo indeterminado cuando cualquiera de las partes así lo quisiere.

Y fíjense que todas estas normas alimentan este conflicto de entender que la rescisión podría tener una interpretación distinta a la que estamos tratando de darle. En el préstamo precario, por ejemplo en el caso del comodato, cuando el comodante puede pedir la restitución de los bienes. Y finalmente en el artículo 1559 sobre locación de cosas, cuando el locatario emplea la cosa en otro uso que el previsto, allí también opera la posibilidad de aplicar la rescisión. En la cesión del arrendamiento cuando está prohibido por el contrato y cuando en el inciso 7º del artículo 1664 se habla de las causales de conclusión de la locación.

Todo esto nos lleva a las dudas, pero tenemos que aprovechar estas Jornadas, estos Congresos, para insistir en que estas figuras como la rescisión son un acuerdo de voluntades, por el cual las partes dejan sin efecto un contrato válidamente celebrado. No creo que exista en la doctrina autorizada mucha opinión contraria a este criterio. Hasta hay fallos, un fallo de Jorge Alterini de hace unos cuantos años que sustenta este criterio y posición.

En cuanto a la revocación pienso que sucede lo mismo, porque es una causal extintiva, de ejercicio unilateral, aplicable a los casos en que la ley lo autoriza. Acá tenemos de nuevo, es una forma amplia en el mandato y limitada en el caso de la donación.

Me parece que los casos que he citado del Código Civil son claros ejemplos de resolución contractual, y esto es lo que pretendemos sostener en Tucumán.

¿Qué tiene que ver todo esto de la rescisión, resolución y revocación de los contratos con los contratos de duración? Tiene mucho que ver, he leído algún artículo de Lorenzetti donde dice que los contratos de duración tienen la característica de que el tiempo los muta, hasta aspectos del objeto del contrato e inclusive modifica o transforma las obligaciones. Y entonces debemos precisar qué se entiende por contrato de duración. En él lo importante es el tiempo, y el tiempo opera como una distancia, genera la distancia. Fíjense que hay contratos bien característicos del campo de la distribución comercial, me permito nombrar al suministro, una de cuyas variables es la distribución, donde lo que importa no es la entrega de toda la contraprestación en un solo acto, sino que el tiempo y la periodicidad es lo que hace a la esencia y tipificación del contrato.

Es decir, el contrato de duración responde a una necesidad estable. No es una sola prestación, lo quiero aclarar porque en más de una lectura he encontrado que los contratos de prestación única, diferida en el tiempo, podrían equipararse a los contratos como el suministro. En definitiva, en el contrato de suministro hay diferentes prestaciones, cada una de ellas en los momentos pactados. Esto está sustentado en alguna norma que hoy es derecho argentino; la Ley 22765 de Compraventa Internacional de Mercaderías cuando habla del incumplimiento esencial del artículo 25 de la Convención, completa esta norma con los artículos 72 y 73, que se refieren precisamente a lo que sucede cuando se incumple alguna de las prestaciones en el suministro de mercaderías. Es decir, no se resuelve el contrato, se plantea la posibilidad de una frustración por incumplimiento esencial de la prestación correspondiente a ese período, pero queda salvaguardado el contrato. Damos vuelta alrededor de todo esto, pero no existe un criterio uniforme al respecto.

Se ahonda más la cuestión cuando vemos otros contratos. Por ejemplo, dentro de la distribución comercial si nos detenemos en la agencia comercial o en la franquicia comercial, vamos a ver que los efectos de la resolución contractual serán distintos. Porque definiendo la figura de cada uno de ellos, el agente está cumpliendo una actividad en representación o con mandato, pero agregando además un elemento propio del agente, que es su profesionalidad. Aquí está la diferencia clara con el viajante de comercio: el viajante no tiene nada que ver con el agente, aunque se lo asimile, inclusive en algunos casos llevados a la justicia como equiparable al viajante. El agente no es dependiente, pero aporta a esta colaboración empresaria su experiencia y conocimientos. Entonces, es necesariamente un contrato de duración, donde los resultados para el agente no se van a dar de forma inmediata.

¿Qué sucede si ese contrato se resuelve? ¿Cuál sería el reclamo que el agente pudiera hacer? Acá entramos en el asunto del plazo, que también hemos abordado en los trabajos a presentar. ¿Cómo será el plazo, un plazo determinado o deviene en un contrato de plazo indeterminado, o si en ningún momento se le fijó plazo? En cada caso será distinto, pero la pregunta es: en todos estos momentos de la vida del contrato ¿cabe algún tipo de reparación, de indemnización por la resolución del contrato? Nuevamente, si es un contrato de agencia creo que sí en todo momento. Si es un contrato de distribución o un contrato de concesión, posiblemente no. Si es un contrato de franquicia la situación cambia totalmente.

Llevado todo esto al plano de la apreciación de lege ferenda, tal vez se haga necesario evaluar algún tipo de ordenamiento o de regulación que fije los alcances de las mutaciones que se dan en un contrato de duración. No estoy de acuerdo con la regulación de cada uno de los tipos contractuales. He visto generalmente en los proyectos de reforma que se regula cada uno de ellos en forma particular. Pero yo creo que hay características propias de todos, inclusive lo más importante no es lo que sucede a partir de la celebración, sino en la etapa previa del contrato, en esa extensa etapa pre-contractual de negociaciones, donde existen esas minutas, donde se van cerrando como si fueran compuertas los diferentes aspectos del negocio.

A este tema se agrega el de las Condiciones Generales, que me parece ser más complejo todavía, porque las condiciones son vistas desde la óptica del consumidor, y no es así, esta es una faceta. La otra es la empresa que debe celebrar un acuerdo o contrato de duración, sujeto a condiciones generales, por ejemplo un contrato de suministro de catering a una compañía aérea, a un colegio, etc. Son dos compañías, dos empresas; acá no hay consumidores, acá no rigen las reglas del derecho del consumidor. Entonces estamos huérfanos de toda normativa. ¿Cuál es el problema aquí? Que a la persona que adhiere a estas condiciones generales le cabe nada más que impugnar la cláusula. En general las cláusulas se pueden impugnar, o puede haber cláusulas “incondicionalmente nulas”, como señaló alguna vez Stiglitz en un trabajo suyo, cláusulas tales como las que limitaran la responsabilidad por daños corporales, o cuando desnaturalizan la obligación.

Pero ¿qué pasa cuando el pre-disponente limita su responsabilidad, incumple, y no puede resolver? No puede resolver porque no puede atribuirle la responsabilidad al pre-disponente. Pongamos dos casos: a) puede ser por acciones directas, la cláusula impeditiva al ejercicio del derecho a resolver el contrato por parte del adherente, esto está claro, negarle la posibilidad de resolver; b) más complejo es el otro caso, que llamamos la acción indirecta, es decir aquella que no veda la facultad resolutoria al adherente, pero eximen al pre-disponente frente al incumplimiento de su parte. Por ejemplo, la reserva del estipulante para modificar o apartarse de las prestaciones prometidas.

Las condiciones generales son estructuras que hoy existen y van a permanecer, son parte de la lex mercatoria, son el resultado de ella. Son el resultado de las costumbres, de los usos, de las decisiones de los tribunales –generalmente arbitrales- y me parece que impactan necesariamente en los contratos de duración. Entendemos que los contratos de duración entre empresas están, por regla general, sujetos a condiciones generales. Las facultades resolutivas ejercidas respecto a los contratos de duración sujetos así a condiciones generales, quedan al arbitrio exclusivo del pre-disponente. Y acá están todos los efectos perjudiciales al conjunto de sujetos que llamamos adherentes o partes del contrato de adhesión.

¿Qué sucede cuando durante la vida del contrato opera esa resolución de que hablábamos antes? En primer lugar, habíamos dicho si cabía el preaviso. Yo creo que el preaviso debe darse siempre, aún en los contratos de plazo determinado. Porque la naturaleza del objeto del contrato podría llevar a tener una prórroga automática, o que durante el primer período de vigencia la ecuación económica no se haya logrado, lo que necesariamente obliga a una prórroga o una opción a favor generalmente del franquiciado, el concesionario, etc.

El caso es saber, también, ante la resolución de estos contratos, cuál es el plazo de preaviso aplicable. Hay algunas respuestas a esto, pero en leyes de otros países: el decreto de Francia de 1958, las directivas de la Unión Europea, la ley alemana que también lo prevé. Pero nosotros no tenemos una respuesta a este tema.

Y si tuviera lugar la indemnización, como consecuencia de la falta de preaviso, ¿qué cubriría? ¿los gastos? ¿la inversión cuando la ecuación económica (retorno de la inversión) no se dio en el plazo que se había fijado y sus prórrogas? Porque durante la vigencia del contrato y las prórrogas puede suceder que el franquiciante, el concedente o el principal en el contrato de agencia hayan exigido una mayor inversión, con lo cual los tiempos de retorno se aumentan.
Finalmente, el tema más dudoso, sobre todo en concesión y en agencia es la pérdida de la clientela. ¿De quién es la clientela, del agente o del importador, del fabricante, del mayorista? ¿Pertenece la clientela a la marca del concedente o del concesionario? Yo tengo mis dudas y los fallos en este sentido están divididos.

Para resumir, nuestros planteos están orientados fundamentalmente a los efectos que se van dando durante el contrato de duración, ya sea sujeto a condiciones generales, ya sea en contratos donde las modificaciones son tales que lleven a alguna de las partes a desistir. ¿Qué sucede allí, qué es lo que se puede reclamar? No hay legislación, están los principios generales del derecho dirán ustedes. De acuerdo, pero son insuficientes en lo que hace a lo particular.
Además clarificar estas diferencias. No nos cabe duda de que rescisión es un contrato, resolución es un acto unilateral basado en las dos posibilidades que nos dan las reglas del Código Civil y del Código de Comercio, y revocación está acotada como acto unilateral a las situaciones que la ley prevé.

Intervención del Dr. Sebastián Picasso



El tema que se me ha asignado es la categoría jurídica de consumidor. La primera constatación que podemos hacer es que la categoría de consumidor no está en el Código Civil ni tampoco en el de Comercio. Es decir, se trata de una categoría que estructura una rama fundamental del derecho contemporáneo, que no está en lo que sería el cuerpo principal del derecho privado. Está en un estatuto particular, en un microsistema, en la Ley de Defensa del Consumidor y está también mencionada en el artículo 42 de la Constitución Nacional. Esto nos da ya una idea de la revolución que implica la irrupción de esta categoría de consumidor y del derecho de consumo en el derecho privado, revolución ésta que se contrapone con la idea de unidad que implicaba la codificación del siglo XIX.

Esto ha sido muy visto, yo simplemente me limito a recordarlo; los códigos decimonónicos, partiendo del Código francés, se enfrentaron a una realidad en la que coexistían distintos estatutos, distintas normas aplicables en el antiguo régimen antes de la codificación, y frente a esa realidad lo que hace el codificador del siglo XIX es unificar, crear un solo cuerpo de normas que dará solución a todos los casos que puedan presentarse en la práctica. Y este solo cuerpo de normas, particularmente los códigos civiles, consagra la idea de un sujeto de derecho único, que es la persona. No hay más miembros de los distintos estratos de la sociedad medieval, no hay más nobles, campesinos, eclesiásticos, cada uno con su estatuto particular. Hay un solo sujeto que es la persona, y todos somos iguales ante la ley, que se aplica para todos indistintamente en las situaciones particulares del cuerpo social.

Sabemos que esta ficción que estructuran los códigos decimonónicos, luego empezó a fisurarse a partir de la constatación de que hay desigualdades reales, y que por lo tanto es necesario proteger a quienes están en una situación de inferioridad respecto de otros que de hecho tienen una situación mucho más fuerte. Entonces es allí donde este sujeto único de los códigos comienza a fraccionarse, a fragmentarse y aparecen de la mano de la llamada descodificación, estatutos particulares que protegen a sujetos particularmente vulnerables, como sucede con el trabajador, que hace ya mucho cuenta con su régimen tutelar particular. O como puede suceder con el locatario en las locaciones urbanas, o con el peatón en los accidentes de tránsito, o como de hecho sucede con el consumidor en las relaciones económicas. Es aquí que aparece el derecho del consumo a dar respuesta a esta situación vulnerable. Pero aparece dijimos como microsistema, por afuera del Código Civil, y por eso cuando hablamos de la categoría de consumidor, debemos buscarla no en el régimen general que nos habla de las personas sin distinción, sino en el régimen particular de la Ley de Defensa del Consumidor.

Dijimos también que el concepto de categoría de consumidor aparece al menos enumerada en el artículo 42 de la Constitución Nacional, a partir de la reforma de 1994. Allí la Constitución habla de los consumidores y usuarios: “Los consumidores y usuarios tienen derecho en la relación de consumo a…” y enumera una serie de derechos. Nos habla de los consumidores y nos habla de los usuarios, con lo cual ya a nivel constitucional aparece una distinción de dos conceptos, que cabría preguntarse si son lo mismo o no.

Con anterioridad a la última reforma de la Ley de Defensa del Consumidor la discusión tenía más sentido, porque efectivamente el artículo 1º de la Ley 24240 en su redacción original decía: “La presente ley tiene por objeto la defensa de los consumidores o usuarios”, y luego decía que se consideraba consumidores o usuarios a las personas físicas o jurídicas que contratan…”. Es decir, se identificaba al consumidor o usuario con el contratante. Y allí entonces para tratar de extender la protección que se da al consumidor, quien sin haber contratado de todos modos utiliza bienes o servicios, una corriente doctrinal hizo la siguiente distinción: una cosa es quien adquiere y otra cosa es el usuario que sería quien utiliza, sin necesidad de haber adquirido. Y entonces, sobre todo partiendo de la Constitución que menciona las dos categorías, habría una protección ampliada a quien sin adquirir utiliza bienes y servicios.

Esta idea aparece ya claramente enunciada en el nuevo texto del artículo 1º de la Ley 24240 a partir de la reforma de la Ley 26361. Hay que mencionar también que la Corte Suprema de Justicia de la Nación, ya incluso con anterioridad a esta reforma, había tomado un concepto de consumidor muy laxo, en la famosa causa Mosca. Brevemente recordemos que se trató de un remisero que llevó a dos periodistas a un espectáculo deportivo y los esperó en las cercanías del estadio para llevarlos de regreso, y en esa situación es dañado por un proyectil que sale del estadio. Hace la demanda a la Provincia de Buenos Aires, a la AFA, a los organizadores del evento, etc. y la Corte dice que Mosca es consumidor, y se le aplican por lo tanto las normas particulares de los consumidores, y particularmente es acreedor también a una obligación de seguridad, con base en el artículo 42 de la Constitución Nacional y así es acreedor a esta protección especial que la Ley le otorga y a ese crédito a la seguridad. Ahí por supuesto no sólo Mosca no había contratado ni pensaba contratar, sino que ni siquiera usaba ese servicio que implicaba el espectáculo deportivo. Era lo que ahora la Ley denomina “un tercero expuesto a la relación de consumo”.
Esto nos lleva a considerar el texto del artículo 1º actual, y allí aparecen tres conceptos o tres categorías distintas de lo que debe entenderse por consumidor. Está por un lado quien adquiere, es decir quien contrata; está quien sin haber contratado utiliza los servicios y está el famoso “expuesto a la relación de consumo”. La primera pregunta es si existe una categoría jurídica de consumidor, o si más bien existen por lo menos tres categorías, y si los efectos jurídicos de estas categorías son o no son los mismos. Porque evidentemente, si bien todos son considerados por la Ley consumidores, está muy claro que el tercero expuesto a la relación de consumo podrá tener por ejemplo un crédito a la seguridad, pero lo que seguramente no podrá hacer es resolver el contrato ante el incumplimiento del proveedor en los términos del artículo 10 bis de la Ley de Defensa del Consumidor, porque no es contratante. Es decir que, pese a que son todos considerados consumidores, algunos tienen facultades que otros no tienen.

Analicemos muy brevemente estos tres conceptos de consumidor. Este artículo 1º dice que “se entiende por consumidor o usuario a toda persona física o jurídica (aparecen en el régimen argentino también las personas jurídicas como posibles consumidores, apartándose de lo que es el sistema europeo, donde el consumidor es la persona física) que adquiere o utiliza bienes o servicios en forma gratuita u onerosa, como destinatario final en beneficio propio o de su grupo familiar o social”. Ahí aparecen las primeras categorías: el que adquiere, y el que sin haber adquirido, utiliza. Aclaremos que la Ley incluye la utilización a título gratuito, cosa que también difiere con el régimen anterior.

Es cierto que la doctrina –recuerdo un excelente artículo de Atilio a poco de sancionarse la Ley– dice que esto de uso a título gratuito debe considerarse dentro de los límites de lo que puede ser una relación de consumo. No cualquier utilización a título gratuito me va a convertir en consumidor, sino que debe haber relación con la comercialización de bienes y servicios. Una cosa es si me dan una muestra gratis a título gratuito y otra cosa es si me donan un inmueble (va de suyo que en el segundo caso no soy consumidor).

Entonces la primera categoría es la del que adquiere, la del que contrata. Y allí se trata de tipificar el destino final de la adquisición, que tiene que ver con el beneficio propio o del grupo familiar o social. Es decir consumidor es aquel que adquiere para un destino no profesional, no para reintegrar esos bienes o servicios en un proceso de comercialización o distribución. Y aquí caben algunas dudas que se han dado en la doctrina y que probablemente aparezcan de nuevo en las Jornadas Nacionales, relacionadas con aquellos casos en que en primer lugar el servicio o el bien que se adquiere tiene un destino mixto. Por ejemplo, compro un automotor para destinarlo en parte a una actividad lucrativa (remis), pero los fines de semana lo uso para pasear con mi familia. O soy cliente del Banco y utilizo mi cuenta corriente para pagar las expensas, pero también para pagar cuentas de mi empresa. Y así tendríamos infinidad de posibilidades.

¿Qué pasa en esos casos, cuando la finalidad es mixta, o cuando la misma no está clara? Allí, en general, la doctrina dice que cuando la naturaleza del bien o servicio normalmente es para su consumo, es de presumir la relación de consumo y en todo caso correrá por cuenta de quien la niegue aportar prueba en contrario. Recuerdo en cuanto a esto un fallo interesante de la Suprema Corte de Mendoza, con voto de la Dra. Kemelmajer de Carlucci, donde se trataba de una operación aparentemente de típico consumo. Un señor había comprado una PC, una computadora personal, que no funcionó bien. Se hizo un reclamo por defensa del consumidor. La Dra. Kemelmajer dijo que eso estaba fuera de la defensa del consumidor, porque el rubro que se reclamaba era el lucro cesante. Este señor decía que usaba la computadora para componer música y que este trabajo tenía que ver con su giro comercial. Entonces estábamos ante una operación típicamente de consumo pero donde la utilización rozaba una finalidad comercial.

La segunda categoría es la de quien utiliza bienes o servicios sin haberlos adquirido, y ahí podemos pensar en muchísimas situaciones: quien es invitado a una comida, come alimentos que venían envasados y que estaban en mal estado, puede prevalerse de las acciones del artículo 40 y concordantes de la Ley de Defensa del Consumidor, en tanto consumidor sin necesidad de haber adquirido. Hay muchos otros ejemplos que reconoce la doctrina.

Tenemos finalmente la tercera categoría, la más problemática, la de quien -como dice ahora la Ley- “sin ser parte de una relación de consumo, como consecuencia o en ocasión de ella adquiere o utiliza bienes o servicios como destinatario final, en beneficio propio o de su grupo familiar o social, y a quien de cualquier manera está expuesto a una relación de consumo”. Esta última cláusula plantea serios interrogantes: ¿qué quiere decir estar expuesto a una relación de consumo? Esto es un poco contradictorio, porque luego el artículo 3 dice que la relación de consumo es la que une al consumidor y al proveedor. Entonces, el consumidor definido de esta manera ¿es parte o no es parte de la relación de consumo? Pero más allá de esta cuestión terminológica, lo cierto es que la Ley dice “quien está expuesto a una relación de consumo”.
Esta idea tiene su fuente en el artículo 29 del Código Brasileño de Defensa del Consumidor, que a los fines de la protección frente a prácticas comerciales abusivas –con un fin muy preciso–, equipara al consumidor con las personas expuestas a la relación de consumo. Pero claro, se trata de un fin preciso, lograr una protección frente a ciertas prácticas comerciales. La ley argentina traslada esta idea al concepto mismo de consumidor, por lo cual parecería otorgarle a este expuesto todas las prerrogativas que la ley consagra para el consumidor, lo cual origina problemas porque es muy difícil. Stiglitz y Pizarro dicen que es imposible determinar con precisión el alcance de esta categoría del tercero expuesto. A mí me parece que hay un supuesto que es claro, que puede ser el caso Mosca, es decir el tercero que sufre daños como consecuencia de una relación de consumo que le es ajena. Puede ser Mosca o puede ser el peatón que es embestido por un automotor que tiene vicios de diseño y por falla en los frenos ocurre el accidente. Más allá de la demanda contra el dueño o conductor del rodado, este peatón podría tener una acción contra el fabricante del producto –por ejemplo por vía del artículo 40 de la Ley de Defensa del Consumidor–.

Mucho más problemático es establecer si en otras situaciones existe esta exposición a la relación de consumo, no ya quien sufre daños “como consecuencia de”. sino por ejemplo el caso hoy tan discutido de la víctima de un accidente de tránsito respecto de la aseguradora citada como tercero en el proceso de daños; redeterminar si esta víctima es o no un tercero expuesto a una relación de consumo que liga al responsable con la aseguradora. Hay alguna doctrina que dice que efectivamente es un tercero expuesto, y en esa medida esto contribuiría a la idea de que la franquicia obligatoria en aquellos casos en que está instrumentada en el contrato, no le es oponible a la víctima en los términos del artículo 37 de la Ley de Defensa del Consumidor. Vemos que acá la idea de estar expuesto a la relación de consumo va un paso más allá, no es solo quien sufre daño como consecuencia de una relación de consumo que le es ajena, sino que permite oponer el artículo 37 frente a quien se considera proveedor. Estas complicaciones derivan de la extrema vacuidad del concepto de tercero expuesto, que habrá que precisarlo más.

Unas palabras finales sobre esto de que tenemos tres conceptos distintos de consumidor: quien adquiere, quien utiliza sin adquirir y quien está expuesto a la relación de consumo, pensando que además tenemos distintos efectos para cada uno de ellos. Porque mientras el primero es contratante, y como tal tiene derecho a ejercer las facultades que en caso de incumplimiento contempla el artículo 10 bis de la Ley, y también las contempladas en los artículos 11 y siguientes de la Ley, está claro que las otras categorías no tienen este derecho.

Las categorías segunda y tercera estarían más bien enmarcadas en la esfera de protección que da la Ley en materia de daños, pero no tendrían las facultades antedichas que sí tiene el contratante. De modo que no solo hay tres subcategorías de consumidor, sino que según en cuál nos enmarquemos, los efectos jurídicos son distintos.

Y finalmente añado la opinión de quienes han estudiado mucho este tema, y entienden que cada vez se tenderá más a un concepto de consumidor que no sea general, sino que habrá que pensar en estatutos para el consumidor de determinado tipo de bienes o servicios. Por ejemplo el consumidor de servicios turísticos, o el consumidor de tiempo compartido (que hoy ya tiene su Ley específica), o el consumidor de tarjetas de crédito. Esta tendencia iría aumentando por supuesto la protección, pero también la complejidad que hoy presenta nuestro sistema jurídico. Muchas gracias.
La Hoja es una publicación del Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires