Almuerzo conmemorativo de la Independencia Nacional: Invitado: doctor Vicente Massot

El 5 de julio se realízó en el Salón Azul del Colegio un almuerzo conmemorativo de la Independencia Nacional, fue expositor el doctor Vicente Massot, quien se refireió al tema “9 de julio, visión contemporánea de su legado histórico.”


Palabras del doctor Raúl Aguirre Saravia


Señoras y señores, buenas tardes. Tenemos hoy como invitado para hacer uso de la palabra al Dr. Vicente Massot, un amigo de la Casa que es conocido por casi todos nosotros.

Vicente Massot es doctor en Ciencias Políticas, docente de la UCA., fue viceministro de Defensa de la Nación y actualmente es director del diario La Nueva Provincia. Le hemos pedido que nos acompañara para reflexionar sobre lo que significó el 9 de Julio en el pasado, pero también sobre lo que significa hoy, y a qué tiene que movilizarnos esta fecha, más allá de lo que pensemos y de los partidos políticos a los que podamos adherir. Creo que el 9 de Julio es una fecha que debe unirnos, que tiene que convocarnos para ver cómo mejorar la calidad de nuestro país y de nuestras instituciones.

Exposición del Dr. Vicente Massot


Buenas tardes a todos, ante todo vaya un agradecimiento a las autoridades de este Colegio, que han tenido la deferencia de invitarme una vez más a hacer uso de la palabra.

Hay muchas maneras de repasar lo que sucedió en julio de 1816. Una de ellas, no digo que sea la mejor pero ciertamente puede ser ilustrativa y al mismo tiempo puede disparar una serie de inquietudes, es trazar un paralelo (siquiera sea a vuelo de pájaro por razones de tiempo) entre tres momentos: qué pasó en 1816; qué pasaba un siglo después, cuando se festejaba el 9 de Julio de 1916 en la Argentina del Centenario, y qué nos pasa hoy.

Si yo tuviese que resumir en una frase lo que sucedía en 1816 diría que era “una empresa imposible”. La Argentina no existía, no había un estado, no existían las finanzas públicas. En vano hubiéramos buscado un ejército con arreglo al cual desenvolver lo que uno o dos años después fue la campaña libertadora de San Martín. Y al margen de eso, las Provincias Unidas del Río de La Plata solamente tenían el nombre de “unidas”, porque arrastraban en su seno una serie de contradicciones insalvables, que terminaron en los veinte años de guerra civil que todos conocemos.

Además, los principales protagonistas de la gesta de la Independencia disentían respecto de uno de los problemas básicos de la época, el cual era: ¿conforme a qué presupuestos debía organizarse lo que suponía ser un país y que todavía no lo era? Dicho de otra manera, ¿convenía la monarquía o la república?

En noviembre de 1815 Fernando VII ordena un Tedeum en todas las iglesias de España porque acaba de enterarse de que en el Alto Perú se ha producido la batalla de Sipe Sipe, donde las armas “patriotas” habían sido vencidas y las banderas del rey de España habían resultado victoriosas. Fernando VII, que tenía mil defectos, en ese momento contaba con sobradas razones para ordenar ese Tedeum, considerando que con el mismo se celebraría el fin de la guerra hispano-americana. Es en ese contexto que los congresales de Tucumán declaran la independencia.

Digo que era una empresa imposible, en función de los elementos, de las circunstancias, sobre todo de la relación de fuerzas que había en ese momento. La revolución que había estallado y se había expandido como un reguero de pólvora desde Querétaro en México hasta el Río de la Plata en 1810, para 1816 estaba derrotada en todos los recovecos de la América española, excepción hecha de los territorios que hoy llamamos la Argentina, o parte de ella. Así y todo, la lógica era que después de Sipe Sipe también cayesen en manos del rey de España estas latitudes del Rio de La Plata.

Me parece que lo que demuestra esa generación, con sus diferencias, sus disidencias, con sus miserias y grandezas, es algo curioso, paradojal si lo vemos desde la ciencia política: un país que todavía no lo es y que sin embargo se declara independiente. Porque Argentina era un vocablo que apenas existía, un término que no hacía referencia a una nación. En los documentos de la época se lee con mucho mayor frecuencia la voz americanos, o cordobeses o santiagueños que la voz argentinos.

Como quiera que sea, esa empresa de la independencia le va a hacer reflexionar a uno de los muchos Alberdi que merecen ser analizados, cuando en 1847 escribe en su obra La Argentina 37 años después de la Revolución de Mayo una frase magnífica donde dice, creo que retóricamente: “La República Argentina tiene una serie de hazañas de las cuales enorgullecerse, que comienzan en las Invasiones Inglesas y llegan a la victoria de Rosas frente a las dos armadas más poderosas del mundo, la alianza anglo-francesa contra la Confederación.” Por raro que parezca, Alberdi en ese momento lo considera a Rosas un hombre extraordinario, y dice algo así: cualesquiera sean las miserias y las glorias de la República Argentina, hay un solo pecado que no arrastra en su historia, el de villanía. Nunca hemos sido villanos, y eso es producto de la sangre que corre por nuestras venas, que es la sangre del Cid y de Pelayo, es la sangre española.

Lo que consiguen las Provincias Unidas en 1816 se va a complementar inmediatamente con la campaña libertadora de San Martín. No es exagerar ni es una porteñada el que digamos, doscientos años después, que buena parte de la independencia sudamericana es producto de lo que logra Buenos Aires, la capital que obraba como el último orejón del tarro del gran imperio español, que sin un estado, sin un ejército, sin finanzas públicas, es capaz de crear un estado, de sufragar sus gastos y de reconquistar buena parte de América. Si alguien intentase medir la grandeza de ese momento con parámetros como el producto bruto per cápita, la tasa de mortalidad infantil, o la inserción de la Argentina en el mundo, perdería el tiempo porque sería una estupidez. Los países no son grandes exclusivamente por parámetros de carácter económico, social o educacional. Hay momentos en que lo que debe triunfar es la espada, y la espada triunfó.

La Argentina del segundo centenario es la Argentina de una promesa cumplida. En 1853, después de Caseros, la patria era un desierto, pero un desierto con dignidad. Para entonces, encontramos al Alberdi más anti-rosista que podamos conocer (el más rosista es el del 47, su evolución en este punto es fulminante), pero todavía dice: “Aun con todos los crímenes que se le deben cargar en su cuenta, el tirano logró algo, que es el presupuesto de lo que vamos a hacer…” (pensando en lo que él llamaría después ‘la Argentina posible’), “…que es el orden, Rosas nos enseñó a obedecer.”

No hay generación del 80, no hay estado argentino, no hay república, sino el Leviatán criollo, que fue Juan Manuel de Rosas. Eso, aun con sus críticas, Alberdi se lo reconoce. Y lo que van a forjar en ese momento, lo que se llama Generación del 80 ─una definición que mucho no me gusta, porque en realidad no es una generación, pero de todas maneras por economía de términos vale la pena llamarla así─, lo que obran en ese momento entre 1880 y 1916 es uno de los grandes milagros del mundo occidental entre los siglos XIX y XX. Encuentran un desierto y, en 1916, la Argentina es la séptima nación del mundo, medida por el PBI per cápita, detrás de los Estados Unidos, Alemania, Inglaterra, Francia, Bélgica y dos naciones que se largan a esta aventura del desarrollo, con las cuales vamos a dividir supremacías hasta 1940, momento en que definitivamente nos van a dejar atrás: Australia y Canadá.

En este aspecto la Argentina era el país que más había crecido en el mundo entre 1880 y 1916 (mucho más que Estados Unidos, Alemania, Francia, Australia y Canadá). Era uno de los cinco países con más bajo índice de mortalidad infantil, y si tomáramos cualquier parámetro de desarrollo de la época ─no circunscripto a lo económico─ la Argentina está, para 1916, entre los diez primeros países del mundo.

Sostener la idea de que hoy estamos así porque nos colonizó España es ignorar, entre otras cosas, dos datos esenciales que ponen de relieve la tontería de esa visión. Es ignorar que por un lado la generación de la independencia, la que tenía que vencer obstáculos casi insalvables, se había educado en las universidades de la colonia española y había formado parte de ese mundo cultural. Pero es ignorar también que, después de Caseros, la Argentina experimenta una revolución social, tal vez la principal de su historia, que es la inmigración (quizás la segunda, de otra índole, sea el peronismo). Y aquellos inmigrantes son italianos y son españoles. No había nada en la sangre española ni tampoco en la italiana. Decir que estamos así porque nos colonizó España, porque somos latinos, porque estamos en el hemisferio sur, es pura falsedad. En tal caso Australia no sería lo que es, Corea del Sur y Taiwán no sería lo son, Italia y España no serían lo que son.

No hubo personaje del mundo que pasara por la Argentina que no se maravillara del país; aun con sus injusticias, con sus contradicciones, con sus desigualdades, que en todas partes existieron y existen. Hasta en los Estados Unidos hoy uno podría ir a lugares y encontrar miserias lacerantes. ¿Que había mucho por hacer?, claro que sí. Pero lo que se había hecho en el curso de 36 años es algo que no se vio en ningún otro lugar. ¿Que fue demasiado acelerado el crecimiento?, puede ser. Lo que se demuestra es que la Argentina de ninguna manera estaba condenada al fracaso, tampoco al éxito.

Lo que demostraba eso es que durante los primeros 130 años de nuestra historia ─suponiendo que nuestra historia haya empezado en 1810─, hubo la capacidad de obrar con arreglo a la idea de una nación argentina, no solamente independizarnos, venciendo a los ejércitos que habían vencido a Napoleón dicho sea de paso, sino que luego ese proceso se había complementado ─pasada la hora de la espada─ con algo que la generación del 80 entendió perfectamente bien: la necesidad crucial de ponerse de acuerdo sobre 4 ó 5 principios fundamentales, políticas de estado diríamos hoy. No crean que Alberdi, Sarmiento, Wilde, Aristóbulo del Valle, Avellaneda o Mitre pensaban lo mismo.

Las polémicas por momentos agudísimas que se sustancian en la Argentina inmediatamente después de Caseros y hasta 1910 ó 1916, son tan interesantes como demostrativas de cuánto disentían muchos de los hombres que uno supone que eran afines. Cuando Wilde discute con Aristóbulo del Valle sobre si el estado tiene que intervenir o no en economía; cuando Nicolás Avellaneda cruza aceros ideológicos con Francisco Barroetaveña en 1896 para decidir si sería obligatoria la enseñanza del idioma castellano en los colegios; cuando Carlos Pellegrini se vuelca al lado proteccionista, o cuando Vicente Fidel López, profesor de Economía Política, liberal como el que más, propugna un impuesto a la banca extranjera; cuando Emilio Mitre defiende lo que en definitiva va a ser la Ley Mitre, en pugna con los ferrocarriles ingleses. Todo eso demostraba que había muchas cosas en términos del cómo en las que disentían con virulencia; pero no disentían acerca de los qué.

Verdaderas políticas de estado fueron: 1) gobernar es poblar, la idea de que el país necesitaba población; 2) la educación pública. 3) la idea del estado que había que crear; 4) la necesidad del capital extranjero. Después disintieron en el cómo hacerlo, pero cuando Aristóbulo del Valle defendía, en contra de Wilde, la necesidad de que el estado debiera ser fuerte, ni por asomo pensaba en un estatismo. Y cuando Wilde por su parte defendía las bondades de un estado menor, nunca pensaba que no debía haber un estado. Es decir, en todos los temas que discutía esa Argentina había claridad en cuanto a las metas, todos pensaban en un gran país.

Y por fin tenemos la Argentina que estamos viviendo, que me parece la gran desilusión. Nadie en el mundo termina de explicarse, por lo menos los que han tratado de historiar este proceso, cómo la Argentina que hasta 1942 todavía provocaba vaticinios del tipo del que hizo Colin Clark, el famoso Premio Nobel de Economía australiano, cuando escribió que “si este país sigue creciendo de esta manera dentro de 20 años va a ser el segundo, solamente detrás de los Estados Unidos, en términos de producto bruto per cápita”. Está de más decir que en 1962 no éramos segundos. Pero Colin Clark pudo haberse equivocado, y nosotros haber sido en 20 años los octavos, o los décimos; no figurábamos ni en el puesto 50. Lo que le sucede a Argentina es una catástrofe, que yo califico con el término de decadencia, y que queda transparentada por estos hechos enunciados en clave telegráfica: 1) La Argentina abandona aquello que la había hecho grande (sería largo historiar por qué), a saber, la cultura del esfuerzo. Aquello de M’hijo el dotor, no hay que tomarlo como término peyorativo, es más bien el compendio de un proceso que nace con sicilianos y españoles (estos más bien de Andalucía), que vienen todos con una mano atrás y otra adelante. No los anima la idea de quedarse, vienen para “hacer la América”, porque esta era una tierra de promisión. Sin embargo se quedan, su hijo es doctor y su nieto puede ser millonario. El proceso de movilidad social que ocurrió en la Argentina entre 1880 y 1950 es superado solamente por Estados Unidos.

Por eso, más que enojo nos causa inquina cuando escuchamos a tamaños ignorantes ─que están en las más altas esferas de la República─ hablar de “esa Argentina donde se fusilaba a obreros”. La mujer es una ignorante que no tiene la menor idea de lo que dice; pero claro, si repasó la historia con arreglo a los Jauretche o a los Aníbal Fernández, es difícil que entienda la historia. Aquella Argentina muy contradictoria donde, insisto, no todos pensaban igual, protagoniza una movilidad social fenomenal, producto de la cultura del esfuerzo.

Esa cultura del esfuerzo vino a quedar superada por la cultura de la demanda. Hay una célebre mujer en la Argentina, no voy a dar el nombre porque no se trata de entrar en disputas respecto de los temas que nos dividen hoy, que alguna vez dijo: “Para cada reclamo, una ley”. Así nos fue. Antes, para cada reclamo había un esfuerzo que realizar, hoy hay leyes para eso, o subsidios. Además de desaparecer la cultura del esfuerzo, se licúan las instituciones. Las instituciones como la obediencia ante el semáforo y el sistema de seguridad, terminan en la Corte Suprema. A nadie se le ocurría en la Argentina desobedecer a la Corte Suprema; podía haber litigios, eso es otra cosa. Hoy tenemos en un solo caso siete sentencias de la Corte que nadie toma en serio.

El tercer factor que hace a nuestra decadencia es que al no haber instituciones, nos hemos quedado con hombres providenciales. Entonces el derecho que existe, es el patrimonialismo. Acá hubo militares, civiles, radicales, socialistas, conservadores, nacionalistas, etc.; hemos sido patrimonialistas, en el sentido que lo definió el célebre sociólogo alemán Max Weber cuando dijo que supone una sola cosa: res publica, res prince. La cosa pública es la cosa del príncipe. El príncipe le dice a la Corte que no le interesa lo que pueda opinar, y la Corte tiene que callarse. El príncipe le dice a la Cámara de Senadores que echen a esta Corte, por los fallos de los ministros, y se echa a los ministros. Es el poderoso de turno que hace lo que le viene en gana, a raíz de que nos faltan instituciones.

El cuarto elemento que en mi opinión explica la decadencia argentina es que no tenemos estado en el mejor sentido de la palabra, sino que tenemos estatismo. Un estatismo chato, sin preparación, en el cual esto que llamamos estado funciona, o como una caja boba que impide cosas, o a través del empleo público como una forma racional aunque muy ineficiente, sufragando trabajo improductivo. Una quinta razón, no última en gravedad, es que no hemos podido en los últimos 70 años ponernos de acuerdo en esas cuatro o cinco políticas de estado que la generación del 80 sí tenía en claro.

Cuando sumamos todas estas causas, arrojan como resultado la pavorosa decadencia de un país que, yo diría, lo tuvo todo. En 1940 la Argentina era el compendio de un fenomenal éxito colectivo. En este 2011 yo diría que somos la suma de un fracaso colectivo. La verdad es que el éxito y el fracaso demuestran que no hay tal cosa como la predestinación de un país. Los hombres de la Independencia no sabían lo que tenían por delante, pero asumieron el desafío. Yo creo que los países son grandes, no porque tengan mayor o menor producto bruto per cápita, sino porque son capaces de asumir los desafíos históricos y una vez asumidos, responder a ese estímulo en tiempo y en forma, exitosamente.

La Argentina enfrentó hasta 1940 sucesivos desafíos (los iniciales eran los de la espada): cómo sería capaz de sobrellevar la crisis económico-financiera de 1890, cómo saldría de la posguerra en 1919, que hace trizas la inserción de la Argentina en el mercado internacional. En ese momento el 7% del comercio mundial era argentino, hoy creo que no llegamos al 0,2%. La Argentina es el primer país que se recupera después de la crisis de 1929, antes que los Estados Unidos y antes que cualquiera de los países que nos superaban en otros parámetros. Esto está analizado exhaustiva y repetidamente por algunos de los grandes historiadores económicos, de aquí y de otros países. Fueron desafíos que la Argentina asumió y resolvió. En cambio, en los grandes desafíos que hemos tenido desde 1945 hasta la fecha, en todos nos fue mal.

Esto que parece muy pesimista no debería convocarnos al desánimo, sino a redoblar el esfuerzo que solamente depende de nosotros, depende de las generaciones de los argentinos, depende de todos, aunque desgraciadamente estamos muy desunidos. Tal vez repetí el siguiente concepto antes aquí, pero en estas charlas en las que vemos lo que somos en comparación con lo que hemos sido nos queda como un regusto amargo, y a los efectos de evitar el pesimismo siempre tengo presente lo que decía uno de mis maestros (que por supuesto no conocí), el francés Borrás: “En política la desesperación es siempre un suicidio, desesperar es perder, porque como nada está escrito, uno no puede desesperarse.”

Otra idea que tengo presente pertenece a uno de los grandes pensadores del siglo XX, el austríaco Joseph Schumpeter, que expresó en su libro Capitalismo, socialismo y democracia. Cuando él le pone prólogo a la segunda edición, después de la Gran Guerra, dice algo así (cito de memoria): “En términos del análisis no hay tal cosa como el pesimismo, porque el pesimismo se predica respecto de la voluntad de los seres humanos, no de las cuestiones teoréticas.” Yo estoy describiendo una situación y mi descripción nunca puede ser pesimista. Si digo que el barco se está hundiendo, el pesimismo puede estar en el capitán, que tiene dos alternativas, o dejarse morir, por pensar que no hay nada que hacer, que la suerte está echada, o correr a las bombas para achicar, tratar de vencer la adversidad y salvar el barco y la gente. Los análisis no son pesimistas, tan solo describen una realidad. Son las generaciones en este caso las que convierten a un país, como fue entre 1916 y 1940 en una gran realidad, o que transitan el camino de la decadencia. No estamos condenados ni al éxito ni al fracaso, depende de nosotros. Muchas gracias.
La Hoja es una publicación del Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires